Me urgía ese rayo de luz en el hueco del ojo. Algo recóndito, muy lejano y conocido me hablaba del valor de la paciencia del heroico personaje que se desarrollaría en aquellos de una misma estirpe. Atesorar grandeza de quienes uno ama, con sus actos sencillos, constituye para mi un patrimonio. Tú me regalaste muchos tesoros. Fuiste el munificiente, el que despilfarró su genio poético a la rosa de los vientos, el descubridor de un continente, espina dorsal de los Andes, el amigo fiel, el camarada sin dobleces.

Estaba tan triste y me sentía yo tan angustiada de contemplarlo al borde de la muerte que me dije: “debo hacerlo reír, que la última sonrisa sea mía”

César nos miró desconcertado y sonrió. Al Inmortal le brillaba el rabillo del ojo, juguetón, alborozado de complicidad y picardía.

¡Gracias Dios mío! Esa alegría cómplice. Esa sonrisa..

Debía destruir, combatir la derrota, la alevosía, el atentado, el criminal zarpazo.

Y esa tarde, cuando parecía toda la atmósfera obscurecerse, vi. al Inmortal en cama, pedir su libro: “Confieso que he vivido”, y tomarlo entre sus manos, abrazarlo con un gesto íntimo y querido, llevárselo al pecho.

- Terminé mis “Memorias” – comentó, y cerró el libro.

Remonté el tiempo y sentí dolor pensando que en esos momentos, últimos y definitivos, se zanjaban nuestras vidas. Me quedé largo rato mirando sus manos y recordando.

El Inmortal generalmente cuando recibía visitas que poco frecuentaban su casa, trataba por cualquier medio de destacarlas, que fueran aplaudidas, celebradas y que se sintieran crecer. Ante esa actitud de estímulo que siempre me pareció tan hermosa, desde mi corazón se renovaba mi admiración y mi afecto.…..

¿en qué momento el Inmortal se agravó? ¿Qué noticia mortal hirió su deseo de vivir?

Me dirigí a la Clínica y vi. al Inmortal en coma, lo que me produjo desconcierto y angustia.

Llegó César y al verlo grave se lamentó que le fuera imposible quedarse. La Patoja dijo: Piensa lo difícil que es para mí quedarme sola. ¡Tú tienes que acompañarme!- Por supuesto, para eso he venido- Laurita creía que su hermano dormía. Rechazaba que estuviera al borde la muerte.

Lo tranquilizante era que el Inmortal no sufría.

Como a las ocho comenzaba el toque de queda.

Afectada, sola e inquieta, pues por la Patoja fue sólo más tarde cuando nació una efectiva amistad; más bien entonces la amistad la sentía por la Laurita. Hablé al médico y le expliqué como la preparara. La llevé a la pieza vecina. Allí se enteró del trance que sufría su hermano. Esa mujer se hallaba desesperada y comenzó a llorar silenciosamente. ¡Cuánto me dolía verla tan candorosa y sensible!

Respirabas dificultosamente sin embargo tranquilo. Tú resbalabas de la vida, lo sentía. ¡Ay! Amigo poeta. La noche estaba cruzada de balas, el río Mapocho esparcía su rumor de piedras arrastradas y la luna ajena nos miraba. El charco de sangre me escocía. Yo venía de dejar sólo a mi compañero, porque un pálpito premonitorio me arrancó de su lado para acompañarte la noche última del alto vuelo.

Eras inmenso como el mar cuando el aliento de las olas es pausado… pausado… Yo miraba el reloj marinero. ¿qué navío acompañó sus peregrinajes oceánicos que ahora le acompañan, minuto a segundo, en su palpitar postrero?

De pronto se aquieté la ola y sobrevino un tajante silencio. Patoja se acercó a tu lado, lo mismo Laurita. Me asomé a la ventana. Una fria luna iluminaba el Mapocho murmurante que arrastraba piedras y cadáveres; ya los había visto yo. Comencé a recordar tantos episodios: “Tú eres mi Ola Marina, luz del mundo, pétalo de la luna en el océano, clavel de nácar negro…” Nunca nadie me diría nada semejante.

Le tomé el pulso: apenas palpitaba. De pronto, se detuvo y el reloj dio diez campanadas.

-¡Patoja!- clamé. Llegaron ambas a la cabecera. Patoja lo abrazó y así se mantuvo largo rato. Laurita lloraba. Yo, impresionada, triste, vendida… Tu admirable compañera modeló tu rostro con sus hermosas manos que tú tanto amaste y entre las tres mujeres que estábamos, te amortajamos como si fueras a ir a un mitin del pueblo tan amado. Llevabas una camisa a rayas negras y rojas… Así te tendimos en un sarcófago castaño claro.

Después llamamos al médico. Hombre díscolo, torpe y suficiente. Se notaba que a las enfermeras las tenía instruidas en exigirnos premura, impartirnos órdenes y aterrarnos.

Rápidamente lo descendieron a un horrendo subterráneo de baldosas blancas y allí lo dejaron tendido en una camilla. Nos ofrecieron una banca diminuta, donde apenas cabíamos las tres flacas mujeres. Ninguna hablaba. Nos comíamos las palabras, los pensamientos, los secretos.

El toque de queda impedía toda compañía. Solas, esa tres mujeres flacas, menudas y desoladas, aguardamos sobrecogidas en una minúscula banqueta la tremenda noche sin aurora.