Invocación de Teresa Hamel, una viñamarina con historia.

Al recordarla viene a mi mente la palabra “fina”. Hablo con hombres y mujeres que la conocieron. Ante todo dicen: “fina”.

Su finura, ese encantamiento que producía es algo difícil de definir: emanaba de su rostro, bello y fino, de frente despejada y grandes ojos. Emanaba de sus cabellos, de su cuerpo, de su modo de vestirlo. Era tal vez, sobre todo, una cualidad de su espíritu, que se manifestaba en sus actitudes, en su voz, en su manera de hablar y de mirar.

Surgen otras calidades suyas o tal vez variantes de la anterior: era elegante, natural, discreta, inteligente. Más bien silenciosa. Pero su silencio no era pasivo ni sumiso. Su mirada era penetrante, uno sentía que iba más allá de la superficie. Siempre me pareció una mujer muy libre, crítica, independiente. Así lo confirma con gran fuerza su literatura.

La vi por primera vez en los años 60, no puedo precisar el año pero en todo caso fue antes de 1966. Como otras veces, yo había llegado a la casa de Neruda que él llamaba La Chascona, en calidad de reportero, para entrevistarlo. Al final de la faena, como otras veces, me dijo: “Quédate a almorzar”. 

Nos sentamos a la mesa que estaba y está en el comedor del primer piso, donde hay o había, según mi recuerdo, entre otros elementos decorativos, una bella pirámide de grandes cabezas de ajo, muy blancas, en una fuente de plata. Los comensales éramos Neruda, Matilde Urrutia, el escritor cubano Alejo Carpentier, Teresa Hamel y el reportero. Sí, fue la primera vez que la vi, con sus ojos y sus cabellos y su vestido color miel, y me costaba apartar la vista de ella.

Carpentier, robusto y moreno, acaparó desde el primer momento la conversación. Tenía una recia voz de barítono y hablaba con erres gangosas, no con acento cubano, sino francés, tan marcado como el de Julio Cortázar. Se habían conocido con Neruda durante la guerra civil española. Ambos participaron en 1937 en el famoso congreso de Valencia, de los escritores contra el fascismo. Pero esa tarde no hizo recuerdos de aquel tiempo, ni habló de la revolución cubana, entonces reciente, sino que se lanzó a una especie de viaje verbal vertiginoso y multicolor por las islas del mar de las Antillas. Nos llevó, como en un vuelo a baja altura, por sobre inmensas plantaciones de caña de azúcar, hileras de palmas cimbrantes, pájaros azules, rojos o de color azufre, peces voladores, mariposas tan grandes como una mano grande, colinas de tierras rojas, mercados saturados de olores capitosos, mujeres negras con pañuelos a la cabeza junto a canastos desbordantes de piñas, guayabas, cocos y papayas, de flores y frutas tropicales desconocidas, montes de materias vegetales en descomposición, por sobre puertos ennegrecidos por derrames de petróleo, amontonamientos de cuerdas, anclas oxidadas, sacos de mercancías, negros sudorosos, descalzos, de torsos desnudos, cargando y descargando enormes racimos de banano, y otros bailando y cantando cantos de fiesta, de pena o de santería junto a sus chozas de paja. Se paseó y nos paseó por Haití, Guadalupe, Martinica, Cuba, las grandes y las pequeñas Antillas, las islas de las especias. Intercalaba palabras y frases difíciles de comprender en el francés créole de Haití. Hablaba de la revolución francesa en el Caribe, del sueño republicano de Toussaint l’Ouverture, etc.

Lo escuchábamos en silencio, Teresa callaba y lo miraba pensativa, Neruda escuchaba con la cara un poco inclinada, apoyada en una mano, también la Patoja callaba. Sólo Carpentier hablaba y hablaba desplegando su enorme tapiz sonoro, total, hipnotizante. Y  abrumador.

¿Es una impresión mía equivocada, una idea formada a posteriori? No lo sé, pero en cierto momento me pareció que aquel despliegue de elocuencia fatigaba un poco a Teruca; creí ver o sentir en su rostro un leve matiz de ironía, tal vez un asomo de sonrisa y cierta severidad en su mirada. Pensé que podía ser temible, por su capacidad de penetrar en la psicología de los otros.

En ese tiempo conocía muy poco de su obra. Había leído “El contramaestre”[1], su primer libro de cuentos, que había motivado elogios entusiastas de los críticos más prestigiosos: Daniel de la Vega, Ricardo Latcham, Subercaseaux, Sabella. Sobre todo el cuento “Puerto”, que en pocas páginas tiene la densidad de una novela y nos hace, al releerlo, sentir Valparaíso y compartir la vida apasionada y difícil de sus habitantes, por cerros y callejuelas.

Más tarde leí otros de sus cuentos. “Raquel devastada”[2] es uno de los más perfectos que se hayan escrito en Chile, con su estilo impasible y lacónico, cuya aparente frivolidad va preparando a través de diálogos banales la tremenda explosión trágica final gatillada por tres palabras escuetas. “La rucia Guzmán” es un drama del mundo popular en el que la escritora incursiona con seguridad, de manera convincente.

Varios críticos coinciden en valorar la pasmosa fluidez de su prosa. Daniel de la Vega dice: “A cada episodio que escribe le pone alas. Agil el diálogo y chiquita la descripción. Sus descripciones son certeros bocetos, breves esbozos para no impacientar al lector. Con cuatro palabras nos presenta una casa o nos confía un estado de alma. Siempre va muy rápida, siempre lleva prisa de llegar a la página final. Dan deseos de sujetarla de un brazo. -No corra tanto, Teresa”.[3]

Hernán del Solar afirma: “Una de las más destacadas características de esta escritora consiste en el manejo de la narración. Es en ella natural, fluye espontáneamente, sin que las palabras se le resistan, son obedientes a su voluntad”.[4]

Los clasificadores la incluyeron en la generación del 50, de la que forman parte Jorge Edwards, Claudio Giaconi, Armando Cassígoli, Guillermo Blanco, Margarita Aguirre, José Donoso. Tal vez algunos rasgos de su obra la emparenten con aquel grupo de escritores, bastante diferentes entre sí. Pero diría que en esencia no es encasillable.

En 1980 un viajero que llegó desde Chile me llevó a Moscú, donde yo disfrutaba de mi exilio, un ejemplar de “Verano Austral”[5], recién salido de la imprenta. Su lectura me produjo una fuerte impresión. Es cierto que en el exilio todo lo que contribuye a evocar la patria lejana adquiere una intensidad particular. Pero aquí había algo más.

Desde las primeras líneas, la fuerza de aquellas páginas sobre Chiloé, la Patagonia y Tierra del Fuego –regiones entonces casi más exóticas que Rusia, para mí- me sacudió como un ventarrón de las Guaitecas. Este libro es una colección de crónicas, esencialmente literarias, -que adquieren por momentos un carácter periodístico- con vívidos retratos de personajes de existencia precaria, que sobreviven en medio de privaciones y de una naturaleza áspera y con frecuencia hostil, pese a la fertilidad de la tierra y a la riqueza de los recursos del mar. Los hombres y mujeres de Chiloé han vivido siglos de aislamiento y han desarrollado una fuerte cohesión social y un modo de vida original, en el que se mezclan formas de convivencia, costumbres y decires arcaicos y donde ir de las islas al continente es “ir a Chile”. 

Teresa Hamel descubre y observa esta realidad con ojos frescos y por momentos registra en rápidos apuntes antropológicos expresiones y usos locales. Anota, por ejemplo:

*A los muertos se les colocan dos cajones, el de adentro mejor hecho. Lo velan, le rezan, se come y beben chicha. Se trenzan coronas funerarias de papel.

* Las frazadas las lavan restregándolas con los pies.

* La mujer lleva al apa al hombre desde la barca fin de impedir que se moje si lleva botas.

* El hombre y la mujer, cuando van calzados y no se quieren mojar los pies al dejar el bote, entierran el remo en la arena y saltan a tierra por el aire como en garrocha.

Algunas maneras de decir:

                        *La viuda se dice a sí misma huérfana.

                        *No lo escatimé: le presté el hijo a la abuela.

*Mandó a buscar a su hermana para que le diera sudor, porque ella estaba enferma.

                        *¡Cristiano! : gritan cuando se enojan.

                        *Lo reconocieron los curiosos: los médicos.

                        *Saqué papas sin destino: saqué demasiadas papas

                        *Con dos barriles de chicha teché una casa.

                        *¡Catay!: exclamación que denota asombro

                        *Lo sembró postrero: tardío.[6]

            Demuestra una sorprendente capacidad para identificarse con las vidas ajenas, sobre todo las de aquellos seres desposeídos y esforzados del mundo popular, en quienes descubre energías ocultas, capacidad de violencia y de ternura, finura en los sentimientos a pesar de la rudeza. 

Su novela “Leticia de Combarbalá”[7], que tiene rasgos autobiográficos refleja, mejor que cualquiera otra publicada en Chile, el clima de los años 70, el tiempo turbulento de esperanza, generosidad, conspiración, rabia y confusión de los mil días del gobierno de Salvador Allende. Pero no es una novela política. Lo que está en el centro son las relaciones entre una mujer y un hombre, una mujer y dos hombres, contradictorias e inciertas, dudas. la violencia y las oscilaciones de los impulsos y los sentimientos; y entretejido con estas peripecias personales, el conflicto mayor, la presencia de la historia, de la cual en fin de cuentas nadie podía evadirse ni mantenerse al margen. Y en el centro, esa mujer “de la clase alta que hace de su vida lo que quiere hacer”, según la acertada definición de Maura Brecia.

Novela extraordinaria que, al parecer, tuvo escaso eco en la prensa y es poco conocida en los medios literarios. Tal vez, entre otras cosas, porque apareció en aquel año decisivo de 1988, marcado por el ocaso de la dictadura y por el plebiscito que finalmente terminó con ella.

            Durante los años del exilio, mi mujer, Iris, tuvo la posibilidad de viajar en varias ocasiones de Moscú a Santiago. Al regreso, en sus relatos, el nombre de Teresa Hamel aparecía con frecuencia. Iris iba siempre a visitar a Matilde Urrutia, en la casa de Isla  Negra o en La  Chascona. A su lado encontraba siempre o casi siempre a Teruca, con su sonrisa y su invariable serenidad.

            Matilde y otras personas le hablaron de su extraordinaria entereza. Teresa Hamel nunca demostró el más mínimo temor, aun en los tiempos más oscuros del régimen. Prestaba ayuda sin vacilar a los perseguidos. A varios de ellos los acompañó a pedir refugio en embajadas extranjeras. Visitaba a los detenidos, les llevaba frutas, mensajes de sus familiares, les llevaba sobre todo su sonrisa y su voz de aliento. Se entrevistaba altivamente con los funcionarios de la dictadura para exigir noticias sobre el destino de personas desaparecidas. Iba con frecuencia a la casa de la Sociedad de Escritores uno de los pocos espacios de libertad en aquellos años. En 1984 participó activamente, junto a Matilde, en la organización del acto público efectuado en el Teatro Caupolicán de Santiago para conmemorar los 80 años del nacimiento de Neruda.

            En su novela mencionada, “Leticia de Combarbalá”, relata en páginas estremecedoras la terrible experiencia del derrame cerebral que la afectó y que la dejó temporalmente reducida a la inmovilidad y a la mudez.  Aquí ya no hay ficción, sino realidad:

            “Yo ya sé: un ataque al cerebro, voy a quedar mal [...] Todo me producía risa, encontraba todo cómico, absurdo. Me encontré de pronto incapaz de moverme normalmente. [...] Y sabíamos que era una embolia. La gota de sangre que se atascaba, la parálisis y el silencio. Y la mudez fue creciendo, extendiéndose, invadiendo los campos, traspasando horizontes, anegando todo aquello que ambicioné y no logré. Lo que se quiso vivir de felicidad y se frustró”. En estas circunstancias su amiga Matilde no falló. Tal como Teresa había estado a su lado en las horas de la muerte del poeta y en los tiempos difíciles que siguieron, la Patoja, como la llamaba Neruda, “llegaba hacia mediodía a la Clínica, se sentaba a la orilla de la cama y comenzábamos las dos a reírnos. Hablábamos sin cesar, en forma incomprensible, lo que nos provocaba hilaridad”.[8]

            De regreso en Chile definitivamente, en 1988, vi a Teresa Hamel varias veces en reuniones de la Sociedad de Escritores. Se me ha quedado clavada su imagen final, casi inmaterial, de una palidez lunar, como la de una viajera lejana vestida de blanco, en un viejo álbum, apoyada en sus bastones, con una mirada infinitamente triste.

            Pero no. No quisiera que esa imagen se quedara en nosotros. En el bello libro “Reñaca. Reminiscencia de Teresa Hamel”[9], aparecido hace muy poco, predomina un clima luminoso, solar, palpitan la evocación de una infancia, una adolescencia y una juventud felices, cuando Reñaca era una gran extensión rural a orillas del mar y todo estaba por hacer. Aquí está la crónica familiar, desde el recuerdo más remoto, de aquel presidente, como de cuento, don Emiliano Figueroa, con colero, barba blanca, colorados cachetes e iris celestes que la tomó de la mano en el día de la inauguración del camino de Reñaca a Concón; están los huilles agitados por la brisa marina, los chaguales floridos, las campánulas, las campánulas, los cactos en flor, las gaviotas y la banda que tocaba la Canción Nacional. Están las gozosas descripciones de aquella playa solitaria, salvaje, con golondrinas de mar, la emoción de la niña que penetra en las olas en su yegua tordilla, y la boya que aúlla y los piñones que estallan en la hoguera nocturna. 

            Están los personajes de la leyenda familiar. Federico Vergara, más conocido como Perico, con fama de seductor. Para la niña Teresa, un  príncipe:

“Debo haber tenido siete años esa vez, cuando lo vi, y me preguntó: ‘¿Qué piensas ser cuando grande?’

‘¿Yo? Divorciada’, contesté de inmediato, tal vez con la intención de conquistarlo.

Las historias del padre, don Gastón Hamel, con sus empresas y su inagotable afán de construir parques y jardines y obras de progreso; de la madre; de la maravillosa mama Teresa y el desgranar de los intensos recuerdos infantiles, preservados para siempre por esta prosa envolvente y plástica, que evoca por momentos la de Marcel Proust en la búsqueda del tiempo perdido:

“Durante el mes de María nos mecíamos en las hamacas mientras la voz sincopada de mi mama entonaba las oraciones. Lo importante era la tibieza emanada de su regazo; el comernos las uñas; el brasero y la hallulla; el manjar blanco, el dulce de membrillo y la aloja de culén, los dátiles pendían de la palmera con un zumbar de abejas y de moscas, mientras partíamos a la Quebrada de la Burra, la vertiente murmurante corría entre la yerba del platero y la crujiente hojarasca”.

Cuadro de un tiempo de inocencia y felicidad, de costumbres chilenas campesinas, de carruajes tirados por cuatro caballos, cacerías de zorros, riñas de gallos. Presencia de pájaros, como los enigmáticos tululos, de los que nunca oí hablar, “pájaros escasos, mezcla de canillas largas, rojizas y picos puntiagudos” que cazaba el padre y que, nos informa Teruca, “ya muertos, se los colgaba del cogote y sin destriparlos durante tres días. Se les sacaban los intestinos, los molían, les agregaban cebollines finitos, perejil, ajo, ciboulette, unas tostadas con mantequilla y se sazonaban con los interiores, abonándolos con coñac”. Asegura la autora que “en fricassé eran exquisitos”. No hay por qué ponerlo en duda.

 

 

 

 

Hay además la crónica del gradual poblamiento de Reñaca y de la construcción de hermosas casas y bellos jardines. Uno quisiera citar muchas páginas del libro que configuran una época y una manera de vivir que sólo podemos añorar hoy en día. Demasiadas. Más páginas de las que el tiempo permite. Pero, a lo menos, leeré en parte la que dedica a don Andrés Scott, caballero inglés que dirigió en sus comienzos la Sociedad y Balneario  Montemar, que dio forma a Reñaca.

            “Este hombre alto, cano, de ojos azules, en el verano vestía siempre de lino blanco, usaba cucalón, fumaba pipa, se apoyaba en invariable bastón de caña, acompañado de su perro cocker spaniel de color miel. Le gustaba rodearse de sus amigos y tomar whisky, todos sentados en hamacas listadas de rojo que se balanceaban sobre el césped”.

            “Don  Andrés, hombre culto y distinguido gentleman, acostumbrado a caminar, se construyó un cottage blanco, de madera, con reminiscencias de los millones de cottages que hay repartidos por todas las colonias inglesas. Sus muebles eran Maple y los sillones, de caña de la India. Se trajo una pareja de japoneses, Nagathan y Toya, quienes cultivaron el jardín de tan armonioso diseño que aún ahora conserva el equilibrio y la gracia de los jardines japoneses. Frente a la casa hizo excavar una laguna artificial con nenúfares, jacintos de agua y papiros donde nadaban los cisnes negros. En el parque crecían magnolios, araucarias, abetos y cerraba el jardín el fuerte seto de ciprés macrocarpa. Por los prados los pavos reales abanicaban su cola y graznaban con su salvaje grito selvático.

“Detrás del cottage construyó otros dos pequeñitos para la servidumbre y jardinero, junto a unas pajareras donde nunca faltaban gallinetas, faisanes y desconocidos pájaros que cautivaban nuestra curiosidad de niñas...”[10]

¡Esa prosa musical, con su poderosa capacidad de evocación, que nos hace sentir nostalgia por lugares que nunca vimos!

Pero su reminiscencia no excluye la irrupción de realidades más crudas. La destilación de petróleo y el final de la empresa por la interferencia de las compañías extranjeras. El levantamiento de la  marinería de 1931.

Los múltiples aprendizajes, el viaje a Francia. El matrimonio, los hijos, las grandes amistades: Neruda, Matilde, Marta Jara, Margarita Aguirre, Marta Colvin, Armando Cassígoli, Gonzalo Toro, otros más; y también El Quisca, peón de ojota, el jardinero inolvidable de voz cristalina.

            Un Chile y una Reñaca de antaño, tan diferentes de hoy. La infancia, la adolescencia, la juventud y los años de madurez de la escritora reviven en su “Reminiscencia” como una crónica histórica y literaria de vivo colorido y a la vez como un canto poético de infinito amor a la vida, clave esencial de la existencia de esta mujer tan bella, tan íntegra, tan libre y tan fina, llamada Teresa Hamel.

 

                                                                                    José Miguel Varas

                                                                                                 



[1]  HAMEL, Teresa, El Contramaestre, Editorial Alonso de Ovalle, Santiago de Chile, 1951

[2] HAMEL, Teresa, Raquel Devastad,. Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1959

[3] DE LA VEGA, Daniel. Las Ultimas Noticias, 21 de Enero de 1952.

[4] DEL SOLAR, Hernán. El Mercurio de Santiago, 13 de Enero de 1980

[5] HAMEL, Teresa. Verano Austral, Editorial Nascimento, Santiago de Chile, 1979

[6] HAMEL, Teresa. Verano Austral, pp.67-68-69

[7] HAMEL, Teresa. Leticia de Combarbalá, Ediciones Logos, Santiago de Chile, 1988

[8] HAMEL, Teresa, Leticia de Combarbalá, pp. 250-251

[9] HAMEL, Teresa, Reñaca. Reminiscencia de Teresa Hamel, Bravo y Allende Editores, Santiago de Chile, 2005

[10] HAMEL, Teresa, Reñaca. Reminiscencia de Teresa Hamel ,p.49